Esta vez invitamos a un amigo, profesor joven, hijo de un amigo de juventud, con demasiadas inquietudes, tocar guitarra, disfrutar de una buena conversación, gozar de la vida (no descuidando su crítica social), escribir y mucho más. En esta última faceta, el escribir, nos envía una historia muy bien contada, que es el inicio de su tránsito por estas páginas. Su nombre Melquíades Muñoz Morales, que a continuación nos deleita con este cuento.
El Reino de los Pájarítos..
Autor: Melquíades Muñoz Morales.
Agosto de 2017.
El Reino de los Pájarítos..
Autor: Melquíades Muñoz Morales.
Hace algunos
años, en una escuela pobre de mi ciudad, todos los pájaros y sus familias
iniciaron una gran travesía y subieron con sus nidos y sus ollas hacia las
cimas de un galpón. Ese día fundaron un reino, el reino de los pajaritos, a
cuya cabeza estaba su excelentísimo, el gran rey gorrión.
Ya habían visto
mucho allá abajo, en el mundo de los hombres derrumbados por el alcohol, de las
mujeres golpeadas por años. De los jóvenes drogados con publicidades y
réclames. De los niños que los perseguían a piedrazos, y de la sociedad, que a
esos mismos niños se los engullía con una enorme garganta de ballena.
Casi nadie los
veía allá arriba, pese a que, por las mañanas, durante los recreos de los niños
más pequeños, todos los pajaritos de los diferentes linajes salían por los
aires a cantar. Tencas, gorriones, pidenes, mirlos chicos y chincoles, llenaban
el aire de música y aleteos, mientras buscaban ramas para adornar las fonolas de
sus nidos de pelusa.
La primera vez
que los vi fue una mañana de septiembre, de esas en que las ramas de los
ciruelos tintineaban repletas de botones rojos carmesí. Algo raro sucedía ese
día, porque todos los pajaritos habían subido a la última viga, en la cumbre
del galpón. Se paraban alrededor del nido real y con los largos plumajes de sus
alas hacían unas profundas reverencias. Había nacido el heredero, una bolita
redonda de plumas que descansaba y dormía en medio del calor de las alas de su
mamá, la reina.
Los demás
pajaritos, mientras tanto, daban largos viajes por las poblaciones aledañas
recolectando tesoros para regalarle el príncipe. Volvían trayendo en su pico
miles de ofrendas diferentes, como monedas de a peso, trozos de lana roja,
cuentas de collares, plumas extraviadas de los plumeros, cintas de regalo, un
maní confitado, tachuelas, estampillas. A los costados del nido, se iba
formando un reino de pequeños colores, que adornarían todos los días de
infancia del pequeño pichón.
Pasaron los
días y el príncipe gorrión fue creciendo. Ya tenía los ojos abiertos y ensayaba
sus primeros pasos alrededor de su nido real. A ratos, cuando su madre salía a
buscar comida, el pajarito se asomaba hacia abajo para ver los niños que venían
llegando a la escuela. Él no sabía nada de allá abajo, sus padres no le habían
contado de los hombres, e inocente se reía con las risas de los niños, mientras jugaban al pillar. Los llamaba con
su voy chillona, para ver si lo invitaban a jugar, pero los niños no lo
escuchaban y ante los gritos de sus tías se iban corriendo hacia las aulas
cuadriculares.
Así se las
pasaba el pajarito, hasta que una mañana sucedió una calamidad. Estaba llamando
a los niños de abajo, apoyado en las barandas de su nido, cuando una de las
ramitas que lo sostenía hizo crack! y se rompió. El príncipe pajarito perdió el
equilibrio y se cayó hacia el enorme precipicio del galpón.
Mientras iba
por los aires, asustado, recordó como hacían sus tíos mayores y batió sus alas
con rapidez. Con los torpes aleteos de sus plumas recién salidas, logró
aminorar el peso de su caída y esto lo salvó de morir estrellado contra el
suelo de la escuela. Ninguno de los demás pájaros, ni siquiera las tórtolas,
que eran las vigilantes, se habían dado cuenta de la desgracia, y el príncipe
de los pajaritos, mareado, a duras penas se lograba poner de pie luego del
porrazo.
Desde los
aires, en medio del enorme patio de cemento, su plumaje lo hacía imposible de distinguir.
Se mimetizaba completamente. Por mucho que gritaba y llamaba a su mamá, ésta no
le oía. Ni tampoco sus tíos chercanes, que a esa hora se dedicaban a limpiar
las comarcas del reino alado.
Cuando su mamá
volvió de buscar el desayuno, vio que el nido estaba completamente vacío. Fue
tanto el horror que sintió en ese momento, que se le soltó el pedazo de galleta
que traía en su pico. Inmediatamente sonaron las voces de alarma y un millardo
de pájaros comenzaron a volar por la escuela, desesperados buscando al pajarito
hijo del rey, quien seguía asustado en el medio del patio.
Al mismo tiempo
sonó la campana del recreo y miles de niños salieron disparados desde sus
asientos. Una pequeña estampida de zapatos y colaciones se abalanzó sobre el
patio y el pajarito a duras penas comenzó a correr. No alcanzó a dar unos
cuantos saltitos cuando ya estaba en medio de miles de niños corriendo tras un
balón.
Al comienzo
nadie lo veía, hasta que una niñita gritó —¡mira, un pichón! Se acercó con sus amigas,
tratando de tomarlo, pero rápidamente fueron dispersadas por sus compañeros,
que las empujaban enceguecidos tras la pelota. Uno de ellos, haciendo gala de
su valentía, comenzó a perseguir al pajarito a pisotones, haciendo que éste
diera brincos y aleteos para escapar. La suerte quiso que la pelota pasara
cerca, y el pequeño bandido salió corriendo hipnotizado, para hacer un gol.
El
pajarito estaba muy asustado, escapando de los mismos niños con los que antes
quería jugar. En las alturas del galpón, los pájaros buscaban desesperados al
hijo de su rey y seguían sin poder verlo, entre tantas cabecitas negras que
corrían de un lugar a otro. Cuando sonó nuevamente el timbre, por fin el patio
se vació y el pajarito se tendió en el piso, desfallecido de tanto arrancar.
Yo tampoco
había notado nada, mientras me tomaba un café en la sala de profesores, pues mis
pensamientos hurgaban la sociedad, en la labor de los colegas de la escuela y
me lamentaba por cuántos trabajan duro sin que la sociedad les dé las gracias,
o una palabra de aliento, o un pedazo de pan hecho con amor.
Pero cuando salí
hacia los patios, luego del toque del timbre, una de las tías del aseo me hacía
señas. Con mucha timidez me quería decir algo. Era una señora muy pobre, vivía
ahí mismo, en la población. La recuerdo con un pantalón de buzo y unas
zapatillas gastadas por el enorme peso. En su cara brillaba opaca una honda
preocupación.
—Pourecito,
profe, mire... Lo recogí de allá…
—me dijo con una voz aguda, mientras me mostraba entre sus manos al
pajarito asustado— …No sé que hacel,
profe, si lo dejo allá en las plantas se lo van a comel los gatos…
Yo me
quedé pensando, mientras la señora le hacía cariño en la cabeza al pajarito.
Pensaba en la vida, y en mi infinita pequeñez. Ella era una mujer sagrada que
daba la vida. Yo, en cambio, casi no sabía de la vida. Ella pensaba que yo,
como profesor, letrado e impregnado de la ciencia universitaria, tendría la
autoridad para decidir en esa situación, siendo que la única autoridad en ese
momento era la piedad de su corazón. ¿Por qué ella me preguntaba a mí, si ella
tenía en su sangre toda la historia de Chile? No la historia de los ministros
ni los cancilleres, sino la historia de los campesinos que llegaron a las
ciudades, directo a los barrios marginales. Ella era heredera de los enrolados
a la fuerza para pelear en las guerras, de los salitreros calcinados, de las
familias forjadas por los martillazos de la pobreza.
Quise
hablarle de la selección natural, de Charles Darwin y sus viajes como
naturalista, de la primacía de la especie humana por sobre todas las demás.
Pero lo único que pude hacer, que no fuera una tontera, fue encogerme de
hombres y decirle no sé. Y me alejé.
Hasta ese
momento, ninguno de los dos se había percatado lo que sucedía arriba. Todo el
reino pajarito estaba mirando desde las vigas del galpón. Habían visto a la
señora y al pajarito, sano y salvo entre sus manos. Aunque conocían el mundo de
los hombres, vieron que la señora era una buena persona y temerosamente decidieron
bajar. A la cabeza iba el rey gorrión junto a su esposa y atrás de ellos,
centenares de los más diversos pájaros que existen en nuestra ciudad. No habían
vuelto a la tierra desde que huyeron, años atrás. El rey se acercó a la tía del
aseo con una bandera blanca en su pico, que era un pedazo de papel confort. Ella
se agachó y abrió sus manos. El pajarito partió corriendo hacia las alas de su
mamá. Un inmenso canto de alegría llenó los patios del colegio. Y volaron,
todos juntos, hacia las alturas del galpón.
El
príncipe pajarito creció y se transformó en un precioso gorrión real. Fue un
verdadero rey. En adelante, todas las mañanas volaba hasta donde estaba la tía
del aseo y la saludaba con saltitos desde el piso. Ella se reía y así se
acompañaban mientras barrían el corredor. Ella le contaba de su vida, él le cantaba
una canción. Y al final, en el paso de los siglos, la eternidad los hizo suyos.
Gorriones, tías, escuelas, pasaron hacia otras galaxias convertidas en polvo
brillante.
Pero lo que nunca nadie olvidó fue que, desde ese día, en aquella
escuela pobre de mi ciudad, los pájaros del reino conocieron a esa mujer y supieron
que no todos los hombres eran malos. Ese día comenzaron a perdonar a la
humanidad.
Melquíades Muñoz Morales.
Agosto de 2017.
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