POEMA DE Marcos Rafael Blanco Belmonte (español)
De aquel rincón bañado por los
fulgores del sol, que nuestro
cielo triunfante llena;
de la florida, tierra donde entre
flores
se deslizó mi infancia dulce y
serena;
envuelto en los recuerdos de mi
pasado,
borroso cual lo lejos del
horizonte,
guardo el extraño ejemplo,
nunca olvidado,
del sembrador más raro que
hubo en el monte.
Aún no se si era sabio, loco o
prudente
aquel hombre que humilde traje
vestía;
sólo sé que al mirarle toda la
gente
con profundo respeto se
descubría.
Y es que acaso su gesto severo
y noble
a todos asombraba por lo
arrogante:
¡hasta los leñadores mirando al
roble
sienten las majestades de lo
gigante!
Una tarde de otoño subí a la
sierra
y al sembrador, sembrando,
miré risueño;
¡desde que existen hombres
sobre la tierra
nunca se ha trabajado con
tanto empeño!
Quise saber, curioso, lo que el
demente
sembraba en la montaña sola y
bravía;
el infeliz oyóme benignamente
y me dijo con honda
melancolía:
—Siembro robles y pinos y
sicomoros;
quiero llenar de frondas esta
ladera,
quiero que otros disfruten de
los tesoros
que darán estas plantas
cuando yo muera.
—¿Por qué tantos afanes en la
jornada
sin buscar recompensa?— dije.
Y el loco murmuró, con las
manos sobre la azada:
—«Acaso tú imagines que me
equivoco;
acaso, por ser niño, te
asombre mucho
el soberano impulso que mi
alma enciende;
por los que no trabajan,
trabajo y lucho;
si el mundo no lo sabe, ¡Dios
me comprende!
»Hoy es el egoísmo torpe
maestro
a quien rendimos culto de varios
modos:
si rezamos, pedimos sólo el pan
nuestro.
¡Nunca al cielo pedimos pan
para todos!
En la propia miseria los ojos
fijos,
buscamos las riquezas que nos
convienen
y todo lo arrostramos por
nuestros hijos.
¿Es que los demás padres hijos
no tienen?...
Vivimos siendo hermanos sólo
en el nombre
y, en las guerras brutales con
sed de robo,
hay siempre un fratricida dentro
del hombre,
y el hombre para el hombre
siempre es un lobo.
»Por eso cuando al mundo,
triste contemplo,
yo me afano y me impongo ruda
tarea
y sé que vale mucho mi pobre
ejemplo
aunque pobre y humilde parezca
y sea.
¡Hay que luchar por todos los
que no luchan!
¡Hay que pedir por todos los que
no imploran!
¡Hay que hacer que nos oigan
los que no escuchan!
¡Hay que llorar por todos los que
no lloran!
Hay que ser cual abejas que en
la colmena
fabrican para todos dulces
panales.
Hay que ser como el agua que
va serena
brindando al mundo entero
frescos raudales.
Hay que imitar al viento, que
siembra flores
lo mismo en la montaña que en
la llanura,
y hay que vivir la vida
sembrando amores,
con la vista y el alma siempre en
la altura».
Dijo el loco, y con noble
melancolía
por las breñas del monte siguió
trepando,
y al perderse en las sombras,
aún repetía:
—«¡Hay que vivir
sembrando! ¡Siempre
sembrando!...»
fulgores del sol, que nuestro
cielo triunfante llena;
de la florida, tierra donde entre
flores
se deslizó mi infancia dulce y
serena;
envuelto en los recuerdos de mi
pasado,
borroso cual lo lejos del
horizonte,
guardo el extraño ejemplo,
nunca olvidado,
del sembrador más raro que
hubo en el monte.
Aún no se si era sabio, loco o
prudente
aquel hombre que humilde traje
vestía;
sólo sé que al mirarle toda la
gente
con profundo respeto se
descubría.
Y es que acaso su gesto severo
y noble
a todos asombraba por lo
arrogante:
¡hasta los leñadores mirando al
roble
sienten las majestades de lo
gigante!
Una tarde de otoño subí a la
sierra
y al sembrador, sembrando,
miré risueño;
¡desde que existen hombres
sobre la tierra
nunca se ha trabajado con
tanto empeño!
Quise saber, curioso, lo que el
demente
sembraba en la montaña sola y
bravía;
el infeliz oyóme benignamente
y me dijo con honda
melancolía:
—Siembro robles y pinos y
sicomoros;
quiero llenar de frondas esta
ladera,
quiero que otros disfruten de
los tesoros
que darán estas plantas
cuando yo muera.
—¿Por qué tantos afanes en la
jornada
sin buscar recompensa?— dije.
Y el loco murmuró, con las
manos sobre la azada:
—«Acaso tú imagines que me
equivoco;
acaso, por ser niño, te
asombre mucho
el soberano impulso que mi
alma enciende;
por los que no trabajan,
trabajo y lucho;
si el mundo no lo sabe, ¡Dios
me comprende!
»Hoy es el egoísmo torpe
maestro
a quien rendimos culto de varios
modos:
si rezamos, pedimos sólo el pan
nuestro.
¡Nunca al cielo pedimos pan
para todos!
En la propia miseria los ojos
fijos,
buscamos las riquezas que nos
convienen
y todo lo arrostramos por
nuestros hijos.
¿Es que los demás padres hijos
no tienen?...
Vivimos siendo hermanos sólo
en el nombre
y, en las guerras brutales con
sed de robo,
hay siempre un fratricida dentro
del hombre,
y el hombre para el hombre
siempre es un lobo.
»Por eso cuando al mundo,
triste contemplo,
yo me afano y me impongo ruda
tarea
y sé que vale mucho mi pobre
ejemplo
aunque pobre y humilde parezca
y sea.
¡Hay que luchar por todos los
que no luchan!
¡Hay que pedir por todos los que
no imploran!
¡Hay que hacer que nos oigan
los que no escuchan!
¡Hay que llorar por todos los que
no lloran!
Hay que ser cual abejas que en
la colmena
fabrican para todos dulces
panales.
Hay que ser como el agua que
va serena
brindando al mundo entero
frescos raudales.
Hay que imitar al viento, que
siembra flores
lo mismo en la montaña que en
la llanura,
y hay que vivir la vida
sembrando amores,
con la vista y el alma siempre en
la altura».
Dijo el loco, y con noble
melancolía
por las breñas del monte siguió
trepando,
y al perderse en las sombras,
aún repetía:
—«¡Hay que vivir
sembrando! ¡Siempre
sembrando!...»
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