Como siempre, al buscar ilustraciones de Coré, Mario Silva Ossa, un maestro en ilustraciones de cuentos que muchos nacidos por aquellos lejanos años de los 40-50, veíamos en El Peneca revista infantil-juvenil, que devoramos leyendo los cuentos que allí venían, me encuentro con este artículo donde se hace una muy buena reseña de Mario Silva Ossa, que nos complementa a todo lo leído en otros textos que cayeron en mis manos.
Va para ustedes y mis amigos de esos años 40-50, días de lecturas, radio y cuentos al lado de un bracero, tomando mate y acompañados por una abuela de esos tiempos, que nos deleitaba con sus postres y dulces.
Coré y el retrato incompleto.
La pesada máquina que un día embiste el cuerpo de Mario Silva Ossa (1913-1950) marca un final en distintos niveles.
En lo público, es la muerte del hombre más conocido como Coré, el genio de las portadas de El Peneca,
la revista infantil-juvenil que marcó época en el Chile de la primera
mitad del siglo pasado, y que pierde de esta forma a su ilustrador
estrella, ni más ni menos, y cierra sus años dorados para comenzar un
declive que se extenderá por más de una década. Algo del sensible
espíritu de la publicación y sus páginas de relatos serializados, poemas
y juegos de ingenio se va inexorablemente con esa partida repentina. Se
acaban los dibujos mágicos y las pequeñas y coloridas obras de arte que
semanalmente aparecían en las tapas de El Peneca, por mucho
esfuerzo que hicieran los ilustradores y discípulos que tuvieron la
difícil, casi imposible tarea de relevarlo. Porque imposible era dibujar
la ensoñación, el asombro, el amor, los enigmas y silencios como Coré
lo hacía con sus personajes y sus escenarios.
En el ámbito más privado, la tragedia
antecede el destino doloroso de su clan familiar, que seguirá con el
deceso de su esposa y el suicidio de uno de sus hijos en los años
próximos. La muerte de Coré empieza a bajar el telón de una historia que
hasta entonces transcurrió, casi literalmente, en un escenario de
cuento para niños, en la casa adornada con mesas, sillas, estantes,
ventanas y alacenas hechas por el propio artista, que usaba la madera,
el metal y todo lo que estuviera al alcance de su talento sin pausa para
llevar a la domesticidad de la vida diaria las huellas de un mundo de
príncipes, hadas, duendes, ogros.
La tragedia, un extraño accidente
ferroviario del que poco se dice públicamente en la época, cierra las
puertas del pequeño reino e inicia la diáspora de una obra que iba en
alza. Con el transcurso de los decenios, la vieja casa de Macul fue
demolida y los muebles y los dibujos y las pinturas y todo lo que salió
de las manos y la mente de Mario Silva Ossa fue repartido entre
familiares, desperdigándose en manos de coleccionistas y parientes que
lo han atesorado de mejor o peor manera.
Con la muerte de Coré nace una leyenda
diluida en la materialidad pero también en la memoria colectiva. Muchos
conocen al artista sin saberlo, con su pincel inmortalizado en la
portada del clásico Silabario hispanoamericano, pero esa presencia es silenciosa y está mejor atesorada por quienes leyeron o supieron de El Peneca
y su mejor etapa, en los años cuarenta. Su trabajo está relegado a
revistas añosas y archivos de bibliotecas, cubierto por el misterio de
su deceso y el silencio de su familia.
Así, de Coré no existe un retrato
acabado, sino una imagen que con el paso del tiempo, por olvido y
desconocimiento, se convirtió en un esbozo. Sin embargo, a un siglo de
su natalicio, su figura es parte de un rescate concretado en muestras,
libros y estudios recientes que junta retazos, suma detalles y recupera
luces y sombras para saber del hombre detrás de la firma y darle más
definición al bosquejo.
Hay razones de peso casi genealógicas: Coré es
un referente para varias camadas de ilustradores y dibujantes de cómic
chileno, pero también para una generación de poetas y escritores. Lo
sabe el grupo reducido pero entusiasta de estudiosos de su obra,
admiradores y descendientes que hurgan en torno de Mario Silva Ossa y la
magia y el misterio de sus creaciones.
Había una vez.
Antes del oro y las piedras preciosas en
las escenas de los cuentos de Perrault, los hermanos Grimm y Damita
Duende, estuvo el tosco mineral salino del norte chileno. El abuelo de
Mario Silva Ossa fue José Santos Ossa, pionero de la industria del
salitre y más tarde acaudalado banquero. Coré, nacido en San Fernando,
hijo de Clodomiro Silva y Sofía Ossa Borne, se crió junto a sus dos
hermanas y cambió lo que quizás era su natural destino como hombre de
negocios o profesional liberal por la vida quitada de bulla del artista
que crea en solitario.
Es la evolución inevitable y
autodidacta de un niño enfermizo y taciturno, pero infatigable desde
pequeño para dibujar y crear juguetes y artefactos. Se le ve afanado
haciendo un molino de madera y papel. O unas bolsitas de tela rellenas
con monedas de oro de cartón y papel dorado. Antes de ilustrar tesoros,
Coré los factura con sus manos y aprende de sus detalles y costuras, lo
que podría explicar por qué todo luce tan real, tan vivo en sus dibujos.
El mismo 1929 en que el pintor Roberto
Matta entra a estudiar Arquitectura en la Universidad Católica, Silva
Ossa hace lo propio en la Universidad de Chile, aunque abandona la
carrera al año siguiente. El muchacho es tímido, pero habrá varias veces
en su vida en que apostará por seguir su instinto antes que el camino
seguro. Esa inconformidad explica, tal vez, que tome su seudónimo del
personaje bíblico que se enfrenta y cuestiona el liderazgo de Moisés
ante el pueblo de Israel. Por aquí también se cuelan las teorías que
surgen en las conversaciones de quienes discuten sobre la figura del
artista. Coré podría ser, además, un saludo a Doré (1832-1883), mítico
grabador e ilustrador de libros francés. Mario Silva Ossa tenía entre
sus hobbies coleccionar distintas ediciones de El Quijote y lo más
probable es que imágenes de Doré estuvieran en algunas de esas obras.
Publicación en El Mercurio Artes y Letras de Jorge Montealegre.
Pero antes de ser Coré, Mario fue
simplemente Mario, y así firmó los primeros dibujos publicados que se le
conocen, aparecidos en la revista de humor político Wikén, editada por Zig-Zag. El poeta y periodista Jorge Montealegre los rastreó para su libro Coré: el tesoro que creíamos perdido
(Ediciones Asterión, 2012), el estudio más valioso y completo que se
haya hecho sobre el artista a la fecha. En una de esas ilustraciones se
ve la firma de este Mario que es Coré jugando a ser caricaturista, con
el Tío Sam ahorcando al cóndor chileno. El trazo, en tinta negra, es
tosco y exagerado, como lo exige el mandamiento editorial, y no hay en
él huellas del ilustrador más delicado y que aguarda el escenario
propicio para plasmar su propio mundo.
Mujeres que guían.
Una figura gravitante en la vida de Coré
es su tía Elvira Santa Cruz Ossa (1886-1960), quien a partir de 1921 se
transforma en directora del semanario El Peneca, donde ella
escribe con el alias de Roxane. Es Roxane quien hace cirugía mayor en la
revista infantil fundada con acento educativo por el sacerdote francés
Emilio Vaisse. Con ella cobran protagonismo las historias serializadas y
se busca la integración de un público lector masivo, sin distinción de
clases sociales. Elvira Santa Cruz es escritora, feminista y dueña de un
temperamento ejecutivo y directo. «Su dibujo no es del todo logrado,
debe ejercitar más», es una de sus típicas, concisas respuestas a uno de
los niños que envían colaboraciones a la revista.
Flanqueada por su hermana Blanca y por Henriette Morvan, ambas escritoras y editoras, Roxane es ama y señora en El Peneca
y así lleva al sobrino Mario a su revista, como ilustrador de portadas y
de relatos. Las imágenes de Fidelicio Atria, el hasta entonces
dibujante titular de la publicación, son estáticas y deslavadas frente
a la fuerza expresiva del recién llegado, que así, casi de inmediato,
comienza a hacer historia. Serán casi dieciocho años los de Coré con su
firma en casi mil portadas de El Peneca. Una galería
interminable de acuarelas, dibujos con témpera e ilustraciones a lápiz
pobladas de «seres de tinta y hueso», como los llama Montealegre.
Coré dibuja por encargo, y no es él
quien decide qué cuentos o relatos son los que van en portada. A veces
son de su gusto y a veces no, y aunque eso siembra una sensación de
disconformidad que provocará decisiones y decepciones en los años
siguientes, con todos aplica su mejor arte, en sesiones que parten de
noche y se prolongan hasta la madrugada con música clásica de fondo y
muchas colillas de cigarro en el cenicero.
Un número respetable de las tapas de El Peneca fue compilado en el libro Coré,
publicado en 2006 por Ediciones B a partir de la colección del
fotógrafo Juan Domingo Marinello. Un bello homenaje, una impecable
edición de coleccionista que reproduce con mejoras técnicas el estilo
realista y pródigo en detalles del ilustrador. El mismo que llamó la
atención de Walt Disney cuando este vino a Chile en 1941, se vistió de
huaso, visitó las oficinas de Zig-Zag y sondeó el interés del joven
Silva Ossa para viajar a Estados Unidos e integrarse al equipo de
ilustradores de su factoría animada. La pregunta que ronda es qué lo
hizo finalmente desechar esa oferta que Coré comentó, entusiasta, entre
sus más cercanos.
Marinello encontró uno de esos tantos
tesoros que se creían perdidos en una feria de las pulgas de Valparaíso,
al comprar una maleta de anticuario. En su interior había decenas de
pruebas de imprenta para portadas de El Peneca. Cómo llegaron
allí es otro enigma, que a cambio da pistas acerca de los mecanismos y
la alquimia plástica que Coré y los técnicos en impresión de Zig-Zag
aplicaban. Para cada portada se trabajaba con una mezcla de colores y
de grises basados en esos mismos colores, preparados de manera minuciosa
por el artista. Así se lograban esos tonos tan característicos; el
escritor e investigador de literatura infantil Manuel Peña recuerda que
entre entendidos se habla del «amarillo Coré».
Coré es especial por la perfección de su
estilo. Por los colores. Por las proporciones, luces y perspectivas.
Pero más aun por la profunda humanidad, en lo físico, en la actitud o en
ambos, que hermana el universo de sus creaciones, donde habitan desde
princesas y vaqueros hasta ogros, brujas y dragones. También, un hálito
melancólico, contemplativo, que impregna a los personajes y los paisajes
que los cobijan, y que hace de la mirada al horizonte una actitud
recurrente. Esa humanidad toca incluso a la fealdad y lo monstruoso y
maligno. Las criaturas más grotescas de Coré provocan compasión más
que miedo y repugnancia.
Convertido en estrella de El Peneca,
el dibujante recibe también encargos para portadas de libros de
Zig-Zag, y en ellos la magia se repite. Las cabezas de españoles
decapitados que las tintas de su pincel aportan a las páginas de Lautaro, joven libertador de Arauco,
la novela de Fernando Alegría, producen más curiosidad que repulsión.
Coré se compadece de sus personajes, incluso de los malvados.
Montealegre: «En un texto escrito por él, Coré cuenta que cuando tiene
que dibujar el suicidio de una bruja que se ahorca con una soga hace la
soga delgadita, cosa que se cortara cuando terminara el cuento. Como
diciendo “estos son actores y la cuerda se corta cuando baja el telón”».
Para Coré los personajes imaginarios son reales. Queda claro en el número 2.000 de El Peneca,
cuando el dibujante escribe otra vez contando cómo uno de ellos se le
aparece en sueños para representar los reclamos de su gremio por no ser
convidado a la celebración: «Solo se habla de ustedes, los que
colaboran, los que escriben, los que dibujan, los que imprimen, y fotos
van y fotos vienen, pero de nosotros nadie se acuerda, de nosotros que
somos la materia prima, segunda y tercia de El Peneca. Es por esto –añadió– que venimos a pedir la reivindicación de las clases imaginarias. He dicho».
Coré quiere a sus creaciones, y cómo no
hacerlo si en ellas hay rostros familiares. Entre los niños salidos de
su pluma están sus cuatro hijos, que a lo largo de los años posan para
el papá juguetón y a ratos obsesivo, como cuando en la casa de Macul
cuelga a uno de ellos de los pies para bosquejar la escena de peligro de
un relato de aventuras. Entre las mujeres, la cara y el cuerpo que se
repiten son de Nora Morvan, su esposa y la inspiración de muchas de las
doncellas silenciosas y las hadas celestes que aparecen en su obra.
Pálidas, castañas, espigadas. Nora es la compañera y la musa y la modelo
que posa en la casa de Macul, fingiendo estar dormida sobre la escalera
o mirando por una ventana aquello que hasta el día de hoy no podemos
ver, el misterio que hace mirar cada imagen y resignificarla.
Mauricio García, investigador y creador
del Museo de la Historieta: «Las mujeres de Coré eran bonitas y él
intenta mostrar algo más de cuerpo. Quizás si hubiese dibujado 10 o 15
años después, la sensualidad hubiese salido con más fuerza. Quizás por
dibujar en una revista infantil no alcanzó a explotar esa parte».
Nora Morvan Petitpas era hija de
Henriette Morvan, la escritora de cuentos que firmaba como Damita
Duende. Con Mario Silva Ossa se conocen en una reunión social y se hacen
inseparables. Son un príncipe y una princesa de la aristocracia
criolla, unidos por ese mundo y complementados en su personalidad. «Él
tenía un carácter de mierda. Era polvorita. Y ella también era de
carácter fuerte, pero amoroso. Mi papá (Pablo Silva Morvan) siempre
transmitía esa imagen del abuelo celoso o gruñendo por algo, y a quien
ella siempre calmaba con una sonrisa, un cariño en la mano», cuenta
Amaranta Silva, nieta de ambos.
Los poetas, el poeta.
En sus mejores días, El Peneca
llegó a vender más de 240 mil ejemplares por semana y trascendió
fronteras, con presencia en quioscos de Perú, Ecuador y Colombia, entre
otros países. El libro Coré: el tesoro que creíamos perdido habla incluso de Mario Vargas Llosa como pequeño lector de El Peneca
en su Perú natal. Las portadas de Coré son incluso para libros que se
venden en España, licenciados por el gigante sudamericano Zig-Zag para
la editorial Rodas. Coré, directa o indirectamente, asume la forma de un
promotor de la lectura que va más allá de lo simbólico porque sus
dibujos son el gancho más directo de cara a los niños, y en eso el
mérito es compartido con el grupo de mujeres–suegra incluida– con el que
forma equipo.
Jorge Montealegre ha descubierto la
huella que su obra dejó en el imaginario de poetas como Enrique Lihn y
Jorge Teillier. El título de su libro, El tesoro que creíamos perdido, es una frase tomada de la oda «A Coré», de Teillier:
Hay una puerta labrada. Miramos por la cerradura y aparece un niño semejante a todos nosotros, mensajero del País de Irás y No Volverás con el último Peneca en las manos.(Lejos se oye el galope fantasmal de Herne el Cazador, los cantos de los duendes en los bosques, las olas rompiéndose contra la balsa de Robinson Crusoe…)Y en el fondo de la casa sin muros del recuerdo seremos otra vez los niños que van a abrir el cofre donde está el tesoro que creíamos perdido.
Para Manuel Peña Muñoz, la conexión
entre Coré y la poesía es natural: «Cuando él pinta hay poesía». «Miguel
Arteche le escribió también un rap en un libro para niños», apunta
Montealegre, cuyo libro hace avances importantes para completar el
retrato de Mario Silva Ossa, sacándolo del mundo de magia y colores al
que parecía eternamente relegado. La primera revelación es que Coré no
solo escribió algunas columnas y crónicas ensoñadoras para El Peneca, sino que también fue un joven poeta romántico. La evidencia se llama Hojas amarillas
y reúne sus odas de amor, soledad y muerte, que forman una pieza de
arte completa con la letra y los dibujos en tinta de su creador. Un
eslabón perdido en la biografía de Mario Silva Ossa que camina hacia una
futura edición, también a cargo de Montealegro.
El segundo hallazgo es que Coré deja de
ser el hombre ensimismado en su mundo creativo, encerrado en su reino
hogareño. Estaba vinculado con la masonería a través de su tía Elvira
Santa Cruz, fue miembro del Círculo de Periodistas e hizo vínculos
gremiales y políticos, como parte de la Alianza de Intelectuales que
Pablo Neruda creó en Chile para solidarizar con la causa republicana
tras la guerra civil española. Mario Silva Ossa, creador de tesoros,
será el tesorero de esa organización.
El final.
La necrológica de El Mercurio
habla de un «trágico accidente ferroviario». Punto final. Ni ese ni
otros medios buscarán en los meses y semanas siguientes más indicios de
cómo y por qué la muerte llegó temprana –a los 37 años– para este hijo
de la aristocracia. Un poco más elocuente es Roxane, en la poética
editorial a página completa de El Peneca que alude al deceso:
«… Pudiera ser que el aquelarre de brujas indignadas por las caricaturas
que del gremio hacías en tus dibujos, para deleite de los niños,
infiltrara en tu espíritu una terrible inquietud, un desasosiego que te
oprimía…».
La infidelidad que el dibujante habría
sufrido por parte de su esposa, una tesis surgida entre hallazgos y
testimonios, con nombres e incidentes concretos, y por el hecho de que
no viviera con su familia cuando ocurrió su muerte, arroja pistas para
explicar un posible suicidio, pero, como en las obras de Coré, es solo
uno de los varios indicios necesarios para interpretar el conjunto.
Dicen que hacia el final no era el mismo; estaba descalibrado,
desdibujado mucho antes de que lo imprecisara el tiempo.
«El abuelo tuvo
un derrame cerebral o un accidente vascular, no se sabe, y eso lo
afectó muchísimo, porque le afectó la mano», afirma Amaranta Silva,
quien planea y cree necesaria una biografía «que se acerque a la
verdad». «Mi papá decía que probablemente ha bía tenido un daño
neurológico, porque el cambio de humor fue demasiado especial. Criticaba
cosas que nunca criticaba, armaba peleas por cosas que no tenían
sentido, se metió para adentro, se puso súper introvertido.»
Las últimas portadas de Coré para El Peneca
no dan cuenta de que el trazo se viera afectado, pero sí de cierto
estado de ánimo del autor. Hay una pareja enfrentada a un destino fatal,
amenazada por las tenazas de cangrejos gigantes. Un hombr salta desde
el techo de una casa y queda suspendido en el aire antes de alcanzar una
rama. En un contrapicado dramático, un aventurero, apresado por
indígenas y con las manos atadas, navega con rumbo incierto mientras un
murciélago de alas gigantescas observa la escena.
El propio Coré –teorizan de nuevo los
que intentan completar el retrato– se sentía de manos atadas tras un
ingrato intento por ampliar su radio de acción. Dibujó unas pocas
portadas para la naciente editorial Rapa Nui, lo que de seguro no fue
visto con buenos ojos por la monopólica casa Zig-Zag. También pidió más
libertad creativa y el resultado fue la revista Condorito: cuentos famosos,
una pequeña publicación lanzada en agosto de 1949 sin demasiado
entusiasmo por Zig-Zag, lo que hizo que Coré se llevara el título a su
propia y efímera Editora Cervantes S.A., que desapareció con su muerte.
Quizás Mario Silva Ossa luchó contra sus
propios molinos de viento antes de partir. Manuel Peña: «El Quijote y
Sancho Panza representan lo que él era. Tenía una fuerte contradicción
en su espíritu, entre el idealismo y la realidad. Era un hombre
idealista, soñador, melancólico y en su cabeza estaban las hadas, los
duendes, los enanos, los seres misteriosos. Y por otro lado le pesaba la
realidad».
El artista se encontraba en el fundo de
su hermana Gabriela, en Maipú, el 14 de marzo de 1950. Su despedida fue
un «voy a comprar cigarros». Lo que sucedió en los pasos que lo llevaron
al encuentro del tren, en las cercanías, pudo ser lo último que vieron
sus amigos de las clases imaginarias, ese grupo variopinto donde también
militaban los demonios internos.
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