viernes, 30 de junio de 2017

Capitán Simpson. (Q.E.P.D.).

La fotografía corresponde al "cuentero" Eraclio Zepeda, que es el autor de este cuento.

CAPITÁN SIMPSON.
(Q. E. P. D.)


A Félix Pita Rodríguez

LA LOCA Margarita amaneció muerta en la playa y allí la encontró un pescador cuando iba camino de su barca. Estaba Margarita sonriendo en su muerte de ahogada.

Alguien fue a la casa de la loca para avisar del encuentro. Los gritos con que su madre recibió la noticia pusieron en movimiento a todo el puerto.
Un grupo de señoras piadosas lavó con agua dulce el cuerpo de Margarita, le cambió ropas y peinaron sus largos cabellos adornándolos con flores de mayo.

Cantando canciones tristes la llevaron a su casa tendida en una mesa.

La loca Margarita creía que era hija del océano, y obligaba a la vieja Prudencia, su madre, a dormir acompañada de una botella con agua de mar.


—¡Margarita! ¿Quién es tu papá? —a diario le preguntaban los habitantes del puerto.

—Mi padre es el mar; pero un pequeño mar —contestaba la loca, fabricando la carcajada de los vecinos. Así cada día, todo el día.


Cuando la encontraron muerta, el mecánico de las lanchas comentó que "Margarita se había ido a despedir de su padre", pero en contra de la costumbre nadie rió, y todo el puerto supo que así había sido.Aquella mañana los pescadores se hicieron a la mar a hora avanzada. La flotilla de barcas se dispersó para lanzar chinchorros, mientras en tierra proseguían las mujeres los preparativos para el entierro de Margarita.

El primero en ver aquella barcaza a la deriva fue el pescador Fluviano. Era una embarcación grande, metálica, pintada de gris, con letras y números blancos.

Fluviano remó hacia ella.

La U y la S que estaban escritas con grandes trazos blancos en la proa de la embarcación se podían leer ahora muy claramente. El pescador iba alegre rumbo a su descubrimiento: lo que en el mar anda extraviado pertenece al que lo encuentre.


Al aparejar su embarcación con la barcaza quedó sorprendido: a bordo, tendido en el banco de enmedio, yacía un esqueleto.

Decidió pedir ayuda y sopló su caracol rosado con toda la fuerza que pudo. Una nota larga y triste se fue flotando encima de las aguas hasta las orejas de los pescadores: suspendieron sus trabajos, voltearon la vista hacia el caracol, descubrieron la barcaza que abordaba ya Fluviano y se dirigieron hacia allá.

Las embarcaciones se agruparon alrededor de la barcaza. De pie sobre las popas los pescadores en silencio hacían un marino homenaje al esqueleto.

 El mecánico de las lanchas fue, como siempre, quien tomó una decisión. Fijó un cable en la anilla de proa de la barcaza y organizó las tareas de remolque hacia la playa.
Se dirigieron hacia el cementerio del puerto, en la más bella caleta de la bahía.

Con los tirones del arrastre la barcaza había hecho agua a causa de un oleaje necio que le entraba por la proa; al llegar a tierra estaba casi inundada, semisumergida, con la línea de flotación cubriéndole las letras que Fluviano viera con claridad a la distancia.

El esqueleto se había dispersado en el agua y algunos huesos, los más pequeños de las manos y los pies, sin peso flotaban junto a una libreta muy decolorada por el sol en donde se advertían rasgos de lo que podría ser una minuciosa relación de angustias. Los marineros advirtieron también conchas de tortuga con huellas de dentelladas humanas.

—Se las comió vivas —comentó alguien.

Como la barcaza estaba casi hundida, los trabajos de atraque fueron difíciles; su enorme peso muerto la había sembrado en la arena aún dentro de la frontera de las olas últimas, quedando reciamente anclada.
Ningún pescador quiso abordar ahora la barcaza para no entrar en contacto con el agua en que flotaban los huesos.

El mecánico volvió a dar la solución cuando con una barreta de acero perforó el casco de la barca, aprovechando un momentáneo retiro de la marea. El agua escapó por los orificios y Fluviano fue testigo de cómo algunos huesos, los más pequeños que flotaban, salieron por allí a perderse en el mar. Sin embargo no dijo nada ni intentó alguna acción para evitarlo, molesto sin duda por el deterioro sufrido por la embarcación que ya era suya.

Aligerada de peso y sumando el esfuerzo de todos, la barcaza fue impulsada a la playa hasta posarla en las arenas secas.

La noticia del rescate había corrido por el puerto y la última fase de la maniobra contó con un público ansioso, mujeres, niños y ancianos, que abandonando la compañía debida al cadáver de la loca Margarita corrieron hacia la caleta del cementerio.

Hubo quien creyó ver en el tumulto, durante un instante, a la misma madre de la muerta.

Don Valentín Espinosa, acostumbrado al manejo de huesos y traslado de cadáveres, en virtud de su oficio de sobador y de enfermero, se ofreció a rescatar los restos del desventurado náufrago, que eso y no otra cosa tenía que ser el solitario navegante hallado.

Solemnemente, don Valentín fue guardando uno por uno los huesos en el saco de harina que alguien facilitara oportunamente. Primero los huesos largos de las extremidades, luego la gran mariposa del pubis (—Era hombre, mayorcito ya —comentó don Valentín con absoluta seguridad), seguida del tórax y la columna vertebral, cerrando la operación mayor con el cráneo y la mandíbula, que en un principio se creyó perdida.

El remate de la acción fue recoger los huesos más pequeños, diseminados en toda la barcaza, operación ya carente de protocolos y misterios en la que colaboraron varios pescadores y dos niños.

El saco fue pasando de mano en mano hasta depositarlo encima de la arena, entreabierto, dejando a luz el cráneo. La atención de todos estaba fija ahora en la libreta de notas.

Fluviano revisaba seriamente sus páginas mojadas, pasándolas una a una cuidadosamente, evitando rasgaduras.

—Está en gringo —concluyó, cerrando la libreta.

—Entonces era gringo —remató don Valentín.

Alguien propuso que se llevara la libreta a la capitanía del puerto, opinión que de inmediato fue aprobada. En grupo, todos juntos, condujeron en procesión la bitácora del náufrago hasta la capitanía.
Algunas personas, limitadas por sus ocupaciones, no habían podido acudir a la caleta del cementerio para atestiguar la llegada de la barcaza, pero al ver pasar la procesión frente a sus casas, decidieron sumarse a ella. Antes de llegar al centro del poblado la libreta iba ya cubierta con una manta bordada, transportada con unción en una bandeja de aluminio decorada con flores.

Algunas viejas empezaron a cantar melodías sacras y momentos después el pueblo todo era un gran coro regularmente entonado, que obligó al sacristán de la capilla echar a vuelo, en toques largos, las campanas.

El capitán del puerto ya los esperaba en la entrada de su oficina, advertido de antemano por miembros de su familia que presurosos le llevaron su uniforme blanco reservado para las grandes ocasiones.

En los años de su juventud, el capitán del puerto navegó por varios mares en un barco australiano, donde, además del escorbuto, adquirió el conocimiento del idioma inglés, habiendo llegado a un dominio aceptable en términos de marinería y blasfemias varias.

El capitán recibió la bandeja que portaba la reliquia y pidió que le dejaran trabajar a solas. Con una media vuelta, muy ortodoxa a la luz del reglamento, desapareció en su oficina cerrando la puerta.

Las viejas que organizaron el canto de himnos sacros, en el climax de un entusiasmo litúrgico al que pocas veces tenían acceso y oportunidad, se hincaron ahora en las piedras de la calle, pero su ejemplo no tuvo seguidores.

Pacientemente, los vecinos aguardaron el lento trabajo de traducción. Para matar el tiempo se organizaron algunos juegos con dados y naipes hechos de huesos de delfín aquéllos y éstos con piel de tiburón. Fluviano permaneció retirado de las tentaciones del juego, temeroso de exponer su barcaza nueva en un imprudente golpe de dados o en un incierto chingolingo.

Al abrirse la puerta de la capitanía el pueblo se puso de pie en un movimiento gimnástico y sorprendentemente bien ejecutado. El capitán apareció llevando la bandeja en las manos. El cabo de policía se cuadró y respetuoso pidió se le permitiera sostenerla. El capitán conservó en cambio los papeles en los que apuntara las notas de su traducción.

Solicitó silencio con la mano, interrumpiendo el murmullo de inquietud que empezaba a progresar en los reunidos; buscó calmadamente en todas las bolsas de su uniforme hasta encontrar los anteojos y se los calzó con el mismo ademán con que un almirante hiciera uso de los catalejos para observar el desarrollo de una gran batalla.

—El muerto se llamaba en vida Walter Simpson, y era capitán de fragata de la marina de guerra norteamericana —dijo con voz grave.

—Descanse en paz —coreó el pueblo.

—Según la bitácora que he leído —continuó el capitán del puerto en el mismo tono—, el capitán Simpson y su tripulación navegaban a bordo del cañonero G-82 en aguas del Pacífico, cuando en la noche del 24 de diciembre del año pasado fueron hundidos por un submarino japonés.

Un murmullo de animación subió del auditorio. El imprevisto encuentro con la guerra, antes tan lejana, resultaba estimulante.

El capitán del puerto volvió a solicitar compostura y prosiguió:

—Dieciséis miembros de la tripulación, entre ellos el capitán Simpson, lograron abordar una barcaza de salvamento, en donde permanecieron varios días antes de que los primeros marineros empezaran a fallecer de hambre, sed y sol, habiendo ordenado él que fueran arrojados los cadáveres al mar.

La excitación aumentaba con el relato.

 —Día a día, el capitán Simpson fue anotando en su bitácora el nombre de los muertos y su grado. Explica también que habían logrado pescar tortugas con las que obtenían alimentos de su carne y algo de beber de su sangre.

Comentarios en voz alta acerca de las conchas encontradas en la barcaza llegaron hasta el capitán del puerto, quien poniendo oídos sordos y frenando muy intensos deseos de preguntar detalles más exactos, volvió a pedir silencio y prosiguió su informe.

—La última anotación del capitán Simpson corresponde al 3 de febrero de 1941 en donde asienta que el último de sus compañeros, el teniente de corbeta Thompson, falleció al amanecer. Cuenta también que haciendo un gran esfuerzo logró arrojar por la borda el cuerpo de su compañero muerto y termina sus notas con las siguientes palabras:

"Me acostaré a esperar mi muerte, encomendándome a Dios".

—Amén —exclamó el coro.

—Amén —repitió el capitán del puerto—. Así pues, como hoy estamos a 13 de mayo de 1942, el capitán Simpson debe haber fallecido hace un año y tres meses aproximadamente.

—Más o menos —aceptó don Valentín incapaz de contenerse—. Los huesos hablan.

—He informado ya al Ministerio de Marina acerca del hallazgo y...

—Le solicitan en el radio, mi capitán —gritó desde adentro de la oficina el radiotelegrafista interrumpiendo el informe.

El capitán desapareció presuroso por la puerta.

—¡Qué día tan grande! —comentó doña Flor Acuña—: tenemos dos muertos tendidos en el pueblo.

—Será que tenemos dos muertos —precisó doña Asunción—, porque tendida sólo está la pobre Margarita: el capitán ése está encostalado solamente.

—¡Deveras! Pobrecito, ¿no? —se dolió doña Flor.

—Hay que velarlo hoy en la noche, en una cajita con papel de china—propuso Joaquín Vázquez.

—De papel de china no —cortó tajante don Valentín—. ¿Qué no oyeron que los japoneses lo mataron? Sería falta de consideración con el finado.

El capitán del puerto apareció nuevamente y el pueblo guardó silencio de inmediato sin necesidad de solicitud alguna.

—El Ministerio de Marina me informa —comunicó el capitán, dando a sus palabras la dignidad requerida— que la Embajada Norteamericana ha tomado nota del suceso de hoy, y que por mi conducto desea agradecer a los habitantes de este puerto su solidaridad combativa, su espíritu leal de aliados y reconocer su vigilancia constante ante el enemigo común que trata de esclavizar la democracia...

Las últimas palabras perdieron brillo a causa de que el capitán, poco acostumbrado a estas situaciones, dejó quebrarlas en un llanto precariamente contenido. Sin embargo su efecto fue mayor, logrando una verdadera conmoción en sus oyentes.

—¡Mueran los japoneses de Hirohito! —gritó alguien.

El capitán pidió compostura.

—La Embajada Norteamericana comunica también que por correo envía, a mi nombre desde luego, los planos para edificar un monumento que perpetúe la gloria del capitán Simpson y señale, por los siglos de los siglos, el sitio de su tumba. Asimismo, por vía telegráfica ha enviado ya una suma de dinero para pagar los gastos que origine la construcción del monumento.

—¡Viva el capitán como se llama! —gritó entusiasmado un vecino.

—La Embajada Norteamericana comunica además que lamenta profundamente no poder enviar a ningún funcionario a la ceremonia del entierro debido a causas de fuerza mayor, pero nombra su representante a Fluviano en reconocimiento a su acción de rescate.

 
Gritos en los que no podía entenderse una palabra llegaron a los oídos de la asamblea que girando las cabezas trataba de encontrar su procedencia. Vieron que el hijo menor de Fluviano acudía corriendo al sitio de la reunión mientras anunciaba:

—¡Los perros ya se comieron al señor, don Capitán!

Un escalofrío corrió por la espalda de cada habitante del puerto y sin necesidad de orden previa corrieron en tropel y tropezones hacia la caleta del cementerio, maldiciendo la hora en que se les olvidó el saco de harina conteniendo los huesos del capitán Simpson encima de la arena.
Las viejas quedaron atrás, imposibilitadas para correr, organizando en cambio una potente sucesión de aullidos, lloros y quejidos.
En efecto: sobre la arena del panteón la bolsa de harina estaba rota y sucia, absolutamente vacía y alrededor de ella las huellas marcadas por los perros.
De inmediato partieron comisiones de voluntarios y entusiastas a seguir el rastro de los animales para rescatar "aunque sea una canilla", como precisara don Valentín.

Desalentados, los integrantes de las partidas de salvamento volvieron con las manos vacías al cabo de una hora.
—Sólo hallamos al Sotavento, el perro de Genaro y a la Camiseta, la perrita de Joaquín —informó uno de ellos—. Pero no creo que tuvieran culpa porque estaban serios serios muy de cola contra cola.
La búsqueda pues fue un fracaso. El capitán del puerto se había desabrochado la guerrera del uniforme, sudaba cruelmente, pensando que la brisa pudiera calmarle los calores de la rabia. El pueblo estaba muy desalentado.
"¿Y ahora?", era la gran pregunta común. Con los brazos colgando sin energía, el pueblo se dirigió nuevamente a la capitanía.

Nadie pretendió disolver el grupo y juntos los vecinos aguardaron la respuesta adecuada al "¿Y ahora?".

Al caer la tarde corrieron los rumores de que el giro telegráfico de la Embajada había llegado. Poco después se presentó el jefe de la oficina de telégrafos a entregarlo personalmente al capitán del puerto, explicando que para cobrarlo habría que esperar que de la capital mandaran dinero porque en la oficina local jamás habría una suma semejante.

El pueblo escuchaba con tristeza maldiciendo a todos los perros del planeta.

La gran oportunidad para el progreso, venida del mar como un milagro, se había escapado absurdamente para el puerto.
La única posibilidad de participar en la guerra, de vencer al Mikado y sus pilotos suicidas, se esfumaba cuando estaba servida ya la mesa. Y el monumento...
Al caer la noche estalló el clamor. 

Nadie podría decir que la idea salvadora se le hubiera ocurrido a alguien en particular. El asunto fue cobrando forma por sí solo, creciendo como un volcán, y de pronto surgió a los ojos de todos, coherente ya, definitivo y aprobado.
—Que la loca Margarita sea el capitán como se llama.
El júbilo renació en el puerto.

Hubo inclinación a organizar un baile, con zapateado largo y trago corto, pero el plan fue rechazado antes de ser siquiera expuesto al recordar todos que el capitán Margarita Simpson estaba tendido y había que ir a velarlo. El proyecto pues quedó reducido al trago corto.

Fue el velorio más animado y alegre en toda la historia del puerto. Cantadores de corridos, hasta quienes había llegado la noticia del suceso, acudieron desde tierras bastante alejadas para cantar la vida y las hazañas del capitán descubierto.
Los narradores de cuentos colorados volvieron a repetir las picardías de loros y conejos, recibidas ahora por un público ya de por sí dispuesto a estallar en carcajadas.

Las parejas surgidas al impulso del entusiasmo popular pudieron actuar sin sobresaltos con sólo evitar las luces de las lámparas. Al amanecer Fluviano estaba desconsolado: incapaz de contenerse había perdido su barcaza en una perversa partida de conquián.
Las exequias fueron memorables, con derroche de cohetes y dos bandas de instrumentos de viento que tocaban ininterrumpidamente el "Dios nunca muere" y "El zopilote mojado", música esta última muy apropiada para un muerto que, como éste, había sufrido doble padecer: la del ahogado y la del náufrago.




Ya frente a la fosa, el capitán del puerto improvisó una oración fúnebre dedicada al capitán Simpson, que al impulso de sus sentimientos bélicos fue transformándose decididamente en una incendiaria arenga combativa en la que urgió a todos los varones en edad militar disponerse inmediatamente para vengar al capitán Simpson.
(La proposición cayó posteriormente en el olvido ante la dificultad de un traslado tan remoto y plagado de peligros.)
En los momentos en que el nuevo cuerpo del capitán Simpson bajaba a la fosa, la banda entonó los aires de "América Inmortal / faro de luz / faro de libertad..."

Días después el correo trajo los planos en que minuciosamente se proyectaba el monumento al capitán Simpson. Venía incluso la fotografía de una escultura que llegaría a su debido tiempo, en donde aparecía claramente la estatua de la libertad transformada en una bella muchacha que ofrecía a la tumba una corona de laurel, mientras dos soldados de rodillas inclinaban sus banderas.

Los trabajos fueron emprendidos con vehemencia y en poco menos de dos semanas quedaron terminados, con la base lista para recibir el grupo escultórico. La tumba del capitán Simpson se convirtió en un agradable paseo para las tardes de los domingos.

Pasaron cinco años y la escultura que anunciara la fotografía anexa a los planos nunca llegó, pero el pueblo disimulaba aquella carencia diciendo, lo cual era cierto, que poca era la necesidad de ella porque el monumento poseía ya grandeza y emoción.
Una mañana el puerto despertó sobresaltado. Un cañoneo intenso y repetido se había apoderado de la bahía. Corriendo los vecinos acudieron a la playa para admirar a dos enormes destructores norteamericanos escoltados por tres guardacostas mexicanos, fondeados frente a la caleta del cementerio. Las salvas eran disparadas desde uno de los destructores.

En lanchas de desembarco bajaron a tierra dos compañías de infantes de marina, muy rubios y pulcramente uniformados, y un pelotón nuestro de guardia marina. Marcialmente llegaron hasta el monumento en donde, dirigidos por tronantes voces de mando en inglés y en español, formaron una guardia de honor a los restos del capitán Simpson.

Una nueva barca se desprendió del destructor trayendo a bordo el grupo escultórico, que fue desembarcado por un pequeño tractor guía enmedio del más respetuoso silencio de la tropa, tanto nacional como extranjera, ante la emocionada expectación de los vecinos.

Con precisión norteamericana las esculturas fueron montadas por la grúa en el sitio exacto que habían previsto los planos.
Hubo discursos en los dos idiomas y nuevas salvas, tanto de artillería como de fusilería. 

Después, la tropa regresó a los barcos tan rápida y eficazmente como había llegado. Subrayando el movimiento con sus sirenas tristes los buques abandonaron la bahía en los precisos momentos en que en el cementerio aparecía presurosa la madre de Margarita en compañía de su hija, la menor, llevando un ramito de flores.

Y la loca Margarita volvió a ser aquella mañana la muerta más feliz del mundo.

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