jueves, 10 de agosto de 2017

¡Yo soy el ingeniero del Rey de Creta!.


¡YO SOY EL INGENIERO DEL REY DE CRETA!
(la historia de cuando Ícaro y Dédalo visitaron nuestra ciudad)

Mareados y chascones, con la túnica vuelta pa’ cualquier parte, cayeron Ícaro y Dédalo desde una nube torbellino, en pleno Paseo Ahumada. Los recibió el calor santiaguino de febrero, en medio de los gritos de los vendedores y el bullicio de la ciudad. Se miraron, miraron alrededor y comprendieron que su huida de Creta había sido todo un éxito, aunque fuera tras un sueño de miles de años.






Pero al ponerse de pie, sus esperanzas fueron frustradas al ver que todavía seguían prisioneros en un laberinto, aunque uno muy diferente de aquel del Minotauro. Aquí las paredes no eran de rocas cinceladas, y tenían grabadas unas inscripciones rarísimas, que desde el griego se leían como “Café Haití”, “La Polar”, “Ripley”, “Liquidación”…

—¡Oráculos habrán de ser, hijo mío! —dijo Dédalo, asombrado ante tantos símbolos luminosos. Y ambos se pusieron a caminar, embetunando sus pies descalzos con las colillas de cigarros y las mugres alojadas en el suelo de la ciudad.

Miraban hacia arriba y hacia abajo, tratando de entender de cuál de las islas helénicas se trataba esta vez. Nunca habían visto paisanos tan raramente vestidos, caminando en línea recta como si nadie más existiera. El padre intentaba detener a los transeúntes por un instante, para preguntarles cómo llegar al camino que va a Creta. Pero los chilenos no conocían el griego antiguo, ni menos a Ícaro y Dédalo, y los esquivaban y los miraban con desdén, pensando en cómo el tolueno dejó a aquel vagabundo en situación de calle tan penosa.

Cansados de andar y ser ignorados, se sentaron en la mitad del paseo a mirar el piso. Como es habitual en la ciudad, en pocos minutos estaban rodeados de transeúntes. Habrá sido por sus blancas túnicas que los confundieron con un show callejero o vendedores de alguna pomada. Dédalo se levantó a prisa, para no perder la oportunidad y en su más educado griego antiguo, le habló así a la multitud:

—¿Es acaso el mercado de la isla de Antíparos o Folegandros?¿Sois vosotros los afamados remadores de Serifos?

La multitud rompió risas. Padre e hijo se miraron en conmoción.

—¿Teneis noticia alguna del sabio Cleóbulo de Lindos? —insistió Dédalo a todo pulmón.

La gente se encorvaba a carcajadas y hasta algunos aplaudían.

—¡Oidme! ¿Sabeis lo que el destino le tuvo preparado a Ariadna y Teseo? ¿Podéis decirme de algún puerto desde donde zarpar hacia el palacio del Rey Minos?



Las risas ahora eran una masa ensordecedora, que copaba la cuadra entera que va desde Moneda a Agustinas. Ícaro y Dédalo miraban aterrorizados al mar de gente que los cercaba y que se reía de ellos sin compasión.

—¿Por qué os reís? ¿Qué acaso no habéis oído hablar de mí?¡Yo soy Dédalo! ¡DÉDALO! ¡Ingeniero del rey Minos! —gritaba Dédalo desaforado, impotente al ver que sus gritos sólo divertían a la multitud enardecida.

—Ícaro, hijo mío… —le dijo casi sin esperanzas— estas gentes no nos escuchan ¡Debemos de arrancar de este lugar!

—¿Cómo haremos tal, padre?

—Con alas de plumas de águilas y cera—   dijo mirando el horizonte—  ¡Pero esta vez no te eleves tanto hacia el sol!

Y se pusieron de pie, en medio de los aplausos de la multitud. Miraron hacia los árboles y se dieron cuenta que en este paraje no había ni media águila. Lo único que abundaba era unos pájaros grises y basureros, que se llevaban la vida picoteando las migas de entre los pies de la gente.

—¿Servirán aquellos plumíferos, padre? —preguntó Ícaro preocupado.

—Oh, desde luego que sí, Ícaro… ¡Y mirad, aquellos restos de cera verde! Haremos unas espléndidas alas para remontar por los aires… —dijo el padre, mientras recogía los chicles pegados a las baldosas y los ablandaba con su boca.

Y comenzaron a trabajar. Las risas de la multitud se callaron y se transformaron en un ohh de asombro cuando Ícaro se echó encima de una paloma y con su brutalidad juvenil, de un solo tirón le arrancó la cabeza de cuajo. Ahí los oficinistas decidieron volver a su trabajo, algunas mamás les taparon los ojos a sus niños. Otros más jóvenes les gritaron consignas animalistas. Pero la gran mayoría de los chilenos seguía atenta con su mirada morbosa, la más extraña y divertida obra de teatro callejera de sus vidas.


Luego de desnucar casi una docena de palomas, Ícaro y Dédalo confeccionaron dos hermosos pares de alas y se los pusieron en los brazos. La gente aglutinada seguía con atención aquella proeza de la aeronáutica emplumada. Padre e hijo se miraron de frente, dándose una última inspección antes de despegar.

—¡Habitantes de esta isla remota, oídme bien! —gritó Dédalo a la multitud— Os habéis reído de nosotros, cuando humildemente clamamos por vuestra ayuda. Pues bien, ahora veréis cómo el ingeniero del rey de Creta os demostrará que no hay límites para el ingenio humano. ¡Abrid paso, inmundos cachorros de su madre, que tal como volando llegamos, volando nos iremos!

Sin comprender nada, cuando Ícaro y Dédalo se echaron para atrás para tomar vuelo, la multitud abrió paso y dejó una espléndida pista de despegue en el medio del Paseo Ahumada.

—Recuerda, Ícaro, no tan cerca del sol…



Y se pusieron a correr a todo chancho. No habían dado ni diez pasos, cuando ambos batieron las alas. Y ante sorpresa de la gente, comenzaron a volar. Aunque el vuelo inaugural sólo les permitió remontar dos metros, los espectadores quedaron atónitos y aplaudieron emocionados. Por todo el boulevard sólo se escuchaban aplausos y el clásico grito de ¡oootra…oootra…oootra…!

Llenos de gloria por su genialidad, padre e hijo tomaron aire, ajustaron algunos desperfectos de su plumaje y se prepararon para un nuevo despegue. Pero justo en ese momento, cuando todos vitoreaban la milagrosa hazaña, la presencia de la ley hizo su aparición. Fue cuando llegó Carabineros.

—Aer, ustedes dos… vamos mostrando los carnese, altiro —les habló el oficial a los dos inventores.

Ícaro y Dédalo, que no le entendieron ni media palabra, volvieron sus ojos a la pista y comenzaron a correr. En ese momento, el policía interpretó la carrera de los griegos como un intento de fuga y ordenó echárseles encima. Los cabos jóvenes corrieron como balas atrás de los alados. Y justo cuando ya los iban a tomar de las mechas, éstos abrieron sus alas y comenzaron nuevamente a volar.

Las reparaciones de las plumas fueron tan efectivas, que tanto el padre como el hijo pudieron flotar por los aires cual si fueran dos golondrinas. La gente los aplaudía como verdaderos héroes cuando éstos iban de allá para acá, riendo, mientras volaban por encima de los carabineros, que saltaban tratando de tomarlos por los tobillos. Ícaro y Dédalo reían y se perseguían, sintiendo cómo el aire santiaguino les regalaba la libertad. Otra vez huían del laberinto y volaban por el Egeo azul, viendo las cabezas de las gentes como pequeñas islas desprendidas de las orillas.

Y ya se disponían a tomar altura, cuando les ocurrió una terrible desgracia. Al tratar de atravesar la fronda de los plátanos orientales, no se percataron de una inmensa maraña de cables eléctricos que salían de los postes y ambos chocaron con ellos. Si bien el pencazo de corriente no fue tan violento, ambos perdieron el don de vuelo y se desplomaron directamente a la tierra. Y acto seguido, les cayó encima una lluvia de lumazos por parte de la policía, que les dejó la cabeza tan llena de chichones que parecían un melón maduro.

A pesar de que la gente silbó y se escucharon algunas recriminaciones anónimas, la multitud se deshizo rápido. Ícaro y Dédalo gemían y se lamentaban sentados en el piso del Paseo, con las manos esposadas por la espalda. Sus anhelos de escapar de este sucio lugar terminaron en el más adolorido de los fracasos.

Cuando terminó la conversación por radio del oficial, casi de inmediato apareció un furgón verde con blanco que decía en su inscripción “Retén Móvil”. Cuando se abrió la puerta de éste, literalmente los carabineros levantaron “de un ala” a los desventurados Ícaro y Dédalo y a base de empujones los metieron en su interior.

La calle volvió a su ritmo habitual, el automóvil patrulla arrancó. Y de este gran acontecimiento, sólo quedaron flotando a lo lejos unos alaridos en un idioma extraño, que conforme se apagaban, decían:

—¡Soltadme! ¡Yo soy el ingeniero del Rey de Creta!

Melquíades Muñoz Morales
Agosto 2017.
Web: El Anaquel Libertino.

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