miércoles, 25 de octubre de 2017

Lavanderas del Magdalena: si pudieras oler el jabón.

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Lavanderas del Magdalena: si pudieras oler el jabón

por Carlos Andrés Castro Macea
Las risas tempraneras son el alma del tiempo justo en el momento en que el olor a jabón se abraza con la serena aparición del sol.
Quiero comenzar con un relato que plasmó Eduardo Galeano en El libro de los abrazos porque me pasó lo que a Diego cuando vio la mar:
“Diego no conocía la mar. El padre, Santiago Kovadloff, lo llevó a descubrirla.

Viajaron al sur. 
Ella, la mar, estaba más allá de los altos médanos, esperando. 
Cuando el niño y su padre alcanzaron por fin aquellas cumbres de arena, después de mucho caminar, la mar estalló ante sus ojos. Y fue tanta la inmensidad de la mar, y tanto su fulgor, que el niño quedó mudo de hermosura. 
Y cuando por fin consiguió hablar, temblando, tartamudeando, pidió a su padre:
—¡Ayúdame a mirar!”
Yo también dije “¡ayúdame a mirar!” cuando vi la ciénaga de Zapayán, aunque no se lo dije a mi padre, se lo grité al Magdalena.



Y es que el agua se alegra cuando las siente llegar. Ellas se convidan para irse a lavar. Madrugar no pesa. Levantarse temprano es ameno, una rutina atractiva. Desde las 3 AM las mujeres se van a lavar con sus poncheras en la cabeza atestas de ropa.
Cuando llegan a la orilla no comprueban si el agua está fría: se quitan las chancletas, sumergen los pies sin pensarlo dos veces, se dirigen hasta las piedras y ahí descargan las poncheras. Cada mujer tiene su piedra para lavar —cada piedra va sobre cuatro horquetas que se entierran en el fondo del agua—, y es menester respetarlo, es un acuerdo sagrado. Una a una se ubica en su lugar y comienza con la labor.
Antes de mojar la ropa, presionan las barras de jabón Oro (hecho a base de grasas de origen vegetal) con los manducos hasta lograr convertirlas en capas delgadas para conformar un ovillo de jabón, lo que es apropiado para enjabonar las prendas. El manduco es una pieza de madera que tiene forma de bate pequeño; su papel en el proceso de lavado es fundamental, pues con él resulta más efectivo despercudir todo tipo de vestidura.
El cantar de los gallos acompaña el sonido que surge al fregar la ropa enjabonada. Mientras se esmeran en dejarla limpia se cuentan historias y narran ciertos secretos, de esos que se forjan en el hogar y terminan por ir de boca en boca:
—Saqué del escaparate un poco e’ ropa de color que no me ponía desde hace rato. Yo le cargué más de dos años de luto a mi mamá.
—Ya está bueno. Hace rato que no goza.
—Esa ropa yo no me la estrené en las fiestas de diciembre ni en las fiestas patronales. Pa’ qué me iba a ‘emparangoná’ si tenía el corazón triste. Los pies no me daban ni pa’ bailá medio disco.
—Goce la vida que no se sabe cuándo nos llame el cementerio.
Echar cuento no puede pasar desapercibido. Lavar en silencio no tiene ninguna gracia. Los sonidos que brotan al restregar y escurrir se encuentran con sus conversaciones:
—Ayer se salió (casó) Juana con un hombre.
—¿Cómo va a ser?
—Sí, comae’. Juana fue con sus amigas a la baile. Yo las vi pasar: eran cuatro las que iban. En la madrugá solamente pasaron tres. Las cuentas estaban malas. Faltaba ella.
— Seguro se casó con un forastero.
— Por ahí se dice que fue con uno del pueblo.
—Mañana ya sabremos.
Unas dejan el tinto listo antes de salir a lavar; otras lo preparan apenas regresan a casa, por eso contabilizan el tiempo y tienen un poco de afán. El tinto es un motor tempranero. Es como un acompañante del vigor que estas mujeres poseen en sus brazos y piernas, algunas se van a fregar desde las 3 AM hasta las 10 AM.
—Ajá, mujé, ¿se tomó el tinto?
—Todavía no he visto a Dios.
Algunas desde muy temprano se meten al agua con el cigarrillo en la boca, sin embargo, eso no impide que suelten carcajadas y comenten anécdotas de sus vidas y de la población. Son ellas el periódico del pueblo; son portadoras de historias.
Las risas tempraneras son el alma del tiempo justo en el momento en que el olor a jabón se abraza con la serena aparición del sol. En el escenario de agua se esparcen los sudores y olores de la ropa cuando se sumerge: se encuentran las historias del leñador, del pescador, del cantinero, de la tendera, del panadero, de la vendedora de lotería, del carnicero, del domador de caballos, del estudiante, de los que están de luto. Todos tienen algo de todos.
La pereza no tiene lugar, madrugar es una fiesta que alimenta esta costumbre ancestral que hasta hoy no se desprende de esta tierra. Anteriormente lavaban sobre las trojas que sus maridos les construían en los patios. No podían hacerlo en la ciénaga porque había numerosos caimanes. Los hombres cimentaban como especie de un muelle de palo que les servía de apoyo para no exponerse a los reptiles cuando iban a buscar el agua para que las mujeres fregaran. Con el pasar del tiempo se fueron disminuyendo por la cacería, y desde entonces las mujeres comenzaron a desplazarse a la ciénaga a desarrollar esta labor habitual: el cepillo para la ropa era la maretira, y lo que se utilizaba para quitar las manchas de las prendas era el gas.
Los habitantes del pueblo le han dado otra definición a la ciénaga de Zapayán: ya no representa solamente un cuerpo de agua en el que es posible conseguir los alimentos y  bañarse. Es también un punto de encuentro en el que charlar es esencial para ponerse al día; es un escenario construido donde se mira y narra el diario vivir y confluyen todos: los señores que van por las cargas de agua, los niños que juegan, los que llevan a sus animales para que tomen agua y los que esperan en la orilla a los pescadores para comprarles el alimento.
En medio de ese contacto con la naturaleza los sonidos forjan un mismo cuento.  Las lavanderas son el periódico del pueblo, y como contadoras de historias siempre le conceden un lugar al mañana. No se les agotan las ideas a la hora de tender la ropa, pues si no alcanzan los cercos de madera, la tienden en cuerdas y en el techo a la vista de la gente.
Las historias se escriben y refieren en el agua, pero no se borran del cuerpo ni de la ropa, ni de la memoria de la gente.
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