sábado, 14 de noviembre de 2020

EL VIEJO CHICO QUE NO ERA ENANO.

 


Nuestros invitados a nuestra página, son amigos de antaño como siempre en este blog, uno Hernán Saavedra contador de historias sucedidas en su trabajo cotidiano en las diferentes maestranzas de los FF.EE, del Estado de Chile (Ferrocarriles), todas con términos de la "jerga" ferroviaria que existía en nuestro país, hace unos cuantos años atrás. Y el otro comensal de esta sobremesa, donde saboreamos estos cuentos que hablan de los trenes y las anécdotas de sus funcionarios, es Enrique Muñoz, hijo de ferroviario y también contador de historias y muchas cosas más... esta vez haciendo de portador, corrector de estilo y anotador de los cuentos de su amigo Hernán Saavedra.

Vamos con ellos...

  EL VIEJO CHICO QUE NO ERA ENANO (historias del viejo Saavedra)

Casa de máquinas en la Maestranza ferroviaria de San Eugenio. El grupo entero de mecánicos se hallaba concentrado en resolver el serio problema de un compresor que había presentado la locomotora 1005 en su último recorrido. Todos estaban de acuerdo en que el sistema diesel superaba radicalmente al antiguo sistema a vapor, pero había que enfrentar sutilezas en el complejo electromecánico que no eran fáciles de resolver.  Como parte del grupo, el inefable viejo Hernán Saavedra, conocido contador de historias en las cuales, a diferencia de la mayoría de los narradores, él siempre salía perdiendo.

Cuando el especialista en compresores empezó a desarmar para un diagnóstico inicial, se produjo un alto obligatorio en las labores; había que esperar. Entonces, uno de los mecánicos preguntó:

-Oiga, maestro Saavedra, usted que es el más antiguo del grupo, ¿hace cuantos años que aterrizó por estos pagos?

-Puff…hace ya una buena cantidad, pues…lo que pasa es que yo estaba asignado a Valparaíso para coordinar el tráfico de carga. En ese tiempo había servicio de carga y pasajero. La verdad es que había mucha pega y yo estaba re bien en ese puesto. Lo pasaba el descueve y no tenía problemas.

-¿Y por qué se vino entonces, si no es mucha la indiscreción?

-Bueno, es que tuve un problema serio y pensé que lo mejor era cambiar de rumbo.

A esa altura del relato ya no había marcha atrás y el grupo tampoco lo iba a permitir. El viejo Saavedra, una vez más, había creado el suspenso y la curiosidad para avanzar en el relato.

-A ver, “curcuncho” ,¿ cuánto te va’i a demorar en desarmar la pieza, mira que no me gusta que me corten el relato…

-Tranquilo, viejo, por lo menos una hora, así que te podís embalar contando tus mentitas. ¡Dale no más…


-¡Claro, respondió el viejo un poco amostazado, como si uno se llevara inventando cosas, no digo yo?  Bueno, pero vamos por parte. Yo estaba bien colocado en mi pega y había hecho muy buenas amistades con un par de funcionarios del control de entrada de puerto. Les decían “los huachimán”, porque eran más ladrones que gato de campo. Uno de ellos, apodado el “milico”, Carlos Silva se llamaba. Lo de milico porque en verdad había sido milico y, según él, de los mejores: comando boinas negras, paracaidista y campeón nacional de box en categoría pesado en el campeonato institucional. Eso último nadie lo ponía en duda porque a cada huevón que se le había parado al frente, le había sacado la cresta. No era rosquero, pero si había que ponerse, no le sacaba el poto a la jeringa. Buen amigo el hombre.

El otro era “el misterioso”, Demetrio Carranza. También conocido como “el cajón de tomate”, porque no medía más de un metro sesenta de estatura, pero lo mismo para los lados. Era un cajón de músculos y no menos para los combos que su amigo el milico. Tenía la mirada tan escondida bajo un colchón de cejas, que nadie podía saber lo que estaba mirando ni tampoco que intenciones tenía.  Callado el hombre, costaba sacarle palabra, pero amigo como ninguno. Parece que era muy tímido y tampoco tenía mucho que contar.

-¡Pucha que lo pasábamos bien, cabros…puteábamos de lo lindo y si se armaba la rosca, yo no pasaba sustos porque estaba entre dos acorazados. A lo más me pedían que estuviera vivo el ojo por si algún malandra sacaba un fierro o un cuchillo, cosa que no es de gente decente. 

-Pero ocurrió que una noche estábamos tomando en un boliche cercano, el compadre mono, le decían. Estábamos un poco bandeados pero a la hora de la cuenta, notamos que nos habían cargado una botella de más, lo que entre caballeros es inaceptable, digo yo. La discusión empezó a subir de tono y en menos de dos minutos ya el ambiente se había caldeado y empezaban a formarse las parejas. El “milico” escogió al dueño del boliche, que era un camión del mismo porte. El “misterioso” se agarró con el mozo que no era chico tampoco y harto tieso de mechas. Un poco antes del combate, me hicieron un gesto para que me hiciera cargo de un personaje muy raro que estaba parado en un rincón de la barra y no se sabía si era parroquiano o parte de la casa. Era un huevón insignificante, tan chico que parecía enano, pálido como una vela de sebo y con cueva llegaría a pesar cuarenta kilos. 

Yo pensé para mis adentros: sin ser bueno p’a los combos, a este huevón lo bajo a tierra en dos segundos y después me dedico a gozar del espectáculo. Así es que lo fui a aforrar en primera, pero al tenerlo a tiro de cañón, el chicoco se hizo humo; no les estoy mintiendo, ¡desapareció como un espíritu, se hizo nada! Pero la cachetada que me llegó en la oreja derecha  fue real  y me dejó medio groggy y sin equilibrio. Miré de reojo y allí estaba de nuevo el chicoco; me di vuelta para aforrarlo y de nuevo desapareció el maldito y ahí sentí como una patada de mula en la espalda. Ya no vi nada más, pero sentí un par de martillazos en las costillas y al final un mazazo en la frente y luego todo negro.

-¡Pero por Dios viejo, y que vino después?

-Bueno, que desperté en el hospital y no me podía ni mover. Estaba más morado que un obispo. Pero allí estaban mis fieles amigos, que recién los habían soltado de la comisaría y me contaron que los acontecimientos tomaron otro rumbo. En medio de la pelea llegaron cuatro pacos y los separaron. Pero ahí vino lo bueno: ¡todos tuvieron que colaborar con la fuerza pública para reducir al chicoco. Me juraron que entre los ocho no podían agarrarlo porque aparecía y desaparecía como un demonio. Bueno al final lo apañaron y allí se dieron cuenta que no era viejo chico ni menos enano. ¡Era un japonés, experto en artes marciales, que había llegado hacía poco al puerto, apenas hablaba castellano  y andaba buscando un local para instalarse con una academia de Karate… Les hablo de una época en que esa huevá del karate no se conocía como ahora y yo cómo iba a adivinar si el huevón se veía tan poca cosa, pues…

Una semana de hospital y luego me querían meter preso por desorden en espacio público y que tenía que pagar los destrozos. ¿Se dan cuenta, me sacan la cresta, soy la víctima y todavía me pasan la cuenta?  Pero, como buenos amigos, apechugamos entre los tres y me salvé de la cana.

-¡Y qué pasó con el japonés?

-¡Pero qué cresta voy a saber yo…si el asunto es que el huevón no me anduviera buscando para fletarme de nuevo.  Pero el problema mayor es que la noticia voló por el puerto y al día siguiente hasta el huevón más penca me estaba subiendo al columpio: ¡¡…oye, Saavedra, te manda saludos el chinitoooo!! ¡¡…viejooo, dice el chinito que te da la revancha con la vista vendada!!

No. Yo no soy hombre para aguantar tanto hueveo. Así que me despedí con pena de mis buenos amigos y pedí traslado a Santiago y aquí me tienen, pues…

Se produjo un silencio incómodo mientras el viejo Saavedra los miraba como si hubiera sido un semi dios griego contando su historia después de un triunfo épico, como pidiendo reconocimiento público. La situación la salvó el especialista en compresores cuando dijo: “…ya, muchachos, se acabó el recreo, tengo la máquina desarmada y ya podemos seguir avanzando…”

No había caso. El viejo Saavedra siempre salía perdiendo…


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